Hace muchos años, posiblemente
en alguno de los que sucedieron a mi paso por las instituciones valencianas, allá
por los noventa y no demasiados cayó en mis manos Juegos de la edad tardía, una espléndida novela de un tal Luis
Landero, para mí entonces un escribidor desconocido. En aquellos momentos andaba desnortado,
absorto en mis propias cavilaciones.
La novela de Landero coincidía en parte con mi universo, digamos ficticio. El autor reflejaba pausada y
sabiamente todas las contradicciones que sufría una persona de mediana edad que
arrastraba sueños opacos y truncados de juventud -asunto del que conocía algo- y eso suscitó en mi ánimo un ambiente de catarsis o al
menos de cierta liberación mental. La historia de aquellos dos personajes que
coinciden hasta fundirse en uno, por la lenta y reiterada influencia de un tercero al que se supone superior (esa maravillosa capacidad de Landero para acercarse a la dicotomia campo [atraso] ciudad [progreso] para descubrir al final la falacia de los absolutos) no solo era digna del más puro goce literario
sino que me resultaba aleccionadora y vagamente familiar. Las concomitancias de
Gregorio con algunos de mis anhelos de juventud tardía eran amplias y
sugestivas. La similitud se rompía, sin embargo, en aquella fusión de personajes
que ya no encajaba en mis experiencias personales, pero dejaba un poso insospechado
abierto a la reflexión sobre la conducta humana…
Los temas de Juegos de la edad tardía eran en parte los míos: la decepción, el ensimismamiento, el optimismo momentáneo... Aventuras y
desventuras del vivir que vuelven a estar presentes en El balcón en invierno, tratadas con una fuerza y sutileza, que entiendo,
superiores.
Y es que ese Landero, ya
admirado en aquellos años 90, persiste y revitaliza sus “juegos” en la última
de sus creaciones. El balcón en invierno es una breve y singular -por lo magistral- aportación a la vieja y renovada aventura de narrar que
maneja como pocos la economía de las palabras, que mejora en cada párrafo el mundo la imaginación literaria con sencillez suprema, con el perfecto conocimiento del complejo nudo de emociones,
sentimientos y reflexiones que la componen.
Todo escritor escribe sobre lo
que ha conocido y lo matiza con la luz de su imaginación. Landero, un extremeño universal nacido en 1948 que convierte la norma en canon y esa convención deja de serlo al conjuro de su pluma. Todo en él es fácil-difícil, sencillo-complejo, angustioso-reconfortante... y todo lo demás. Landero no hace literatura, la vive, la predica, la expande con la naturalidad con la que existen el viento o la calima, el ambiente enrarecido o el oxigeno en estado puro y vivificador. ¡Qué no merecería contemplarse desde El balcón de Landero! una atalaya que abarca mundos interiores y visiones exteriores para fundir pasado y presente sin artificios
ni adornos.
Si. Landero nos lleva desde su
balcón a la autorreflexión sobre las vivencias más íntimas y las sensaciones más recónditas: desde su propia
infancia en una familia de labradores, a su adolescencia en un barrio
madrileño; de las vicisitudes de sus empleos laborales a su brumoso paso por academias nocturnas; de la permanente ilusión por progresar hasta el
punto final de sus intentos por convertirse en lo que se esperaba de él y,
plantándose, decidir ser, otra cosa; tal vez, él mismo. Están las peleas con padre y madre, a veces
reducidas a lo absurdo; esos incisos para describir la tribu humana que le rodea y forma su convivencia diaria. Y sus descripciones, a veces, terribles:
“En
cuanto a las mujeres, casi todas vestían de marrón o de negro, medias oscuras,
pañuelo oscuro, alpargatas oscuras, como si fuesen penitentes de una
congregación. Con el cabello se hacían moños apretados y duros como terrones
resecos. Cuando se vestían formalmente, se ponían una pequeña peineta en el
moño. Jóvenes o viejas las recuerdo a todas iguales. Eran ellas y punto.”
Se refería, naturalmente, a
las mujeres de los años 50. En cuanto a los hombres la descripción (yo no estoy tan seguro de si no eran conclusiones) es todavía
más cruda, tal vez, más despectiva:
“Todos
en mi familia vestían más o menos igual, los hombres chaqueta, chaleco y pantalón
oscuros, de pana, de dril o de cutí, camisa clara de rayas, sombrero rígido de
fieltro, pelliza en el invierno y botines de becerro color caoba o hechos a la
medida (…) Creo que como signo de autoridad y emancipación, tenían su propia
navaja que solían guardar en el bolsillo del chaleco y que usaban para comer o
para solucionar pequeños problemas prácticos (…) …todos los hombres fumaban
tabaco de picadura, y cuando se reunían varios armaban enseguida una gran
zorrera…”
Landero es implacable con un pasado, que se hace de continuo, presente:
“…no
había nadie con estudios, ni siquiera el bachiller elemental. Unos habían ido a
la escuela en el tiempo justo apara aprender a leer, a escribir y a hacer las
cuentas. Algunos eran [totalmente] analfabetos. Otros habían aprendido algo,
pero por falta de práctica habían olvidado lo poco que sabían. Tampoco ninguno
(…) había visto el mar…”
Landero consigue subyugarme en algunos capítulos, muy breves, que me han gustado especialmente como: “Las cuentas de la vida" (hacia 1940) y el que le sigue, “Farándula, 1964-1969” en el que habla de sus intentos de desenvolverse en el “mundo artístico”. Se pregunta cómo tuvo la osadía de emprender aquella aventura “tan confusa y fantástica”. Dice, entonces:
“Quizá
fue por la repentina mezcla de estilos pasados y modernos, por el poderoso
empuje histórico de aquella España sombría y sin embargo ya turística y
prometedora y donde toda esperanza encontraba algún lugar en que arraigar.” Bueno. No sé. En fin...
Uno de los aspectos menos
convencionales de la literatura de Landero en este Balcón… es la ruptura del relato cronológico para ir alternando fechas en función de recuerdos, lo que nos lleva a que lo importante para el autor no es atenerse a los géneros
sino utilizarlos a su conveniencia de tal manera que construye un texto con saltos, con "entradas" de puntillas en lo novelesco para apropiarse del torrencial devenir de lo autobiográfico, donde la reflexión es a la vez acción pautada para
que el lector pueda acompañarle en su apasionante viaje..
En ocasiones el relato abierto a los retratos familiares, como el de su padre, que fecha literariamente en septiembre de 1964 con el título de “Demasiado padre para mí”, es, -así se me hace- puro agobio íntimo; siento su soledad y la necesidad del repliegue sobre sí mismo como leemos en: “Huérfanos de mundo” (1950) o en “Breve viaje sentimental por mi biblioteca” (2013), viaje en el que traza unas notas en las que compara la lectura de los libros y lo que inspiran con el funcionamiento de la memoria. Esta viene a ser para él como las notas que tomó y los vestigios que le dejaron las lecturas. Y concluye que es algo así como una suma de años que “por intranscendentes y rutinarios (…) la memoria ha ido abandonando hasta entregarlos al más atroz de los olvidos”.
Leer a Landero es, en suma, una delicia que reconforta porque muchos de sus pasajes recuerdan pasajes de mi propia vida. Es curioso que me pasara lo mismo que al autor cuando describe su afición por la lectura de las novelas de quiosco y por la experiencia de haber leído antes el Quijote de Doré que el de Cervantes... ¡Cuanto me gustaron aquellos grabados!
Corto y cierro con sus palabras en “Vidas oscuras" que sitúa entre 1925 y 1940, donde establece este impecable diagnóstico social: “Yo no sé de dónde ha sacado esa gente, esta generación infortunada, su temple y su entereza. Una generación, casi dos, que sufrieron la guerra y la posguerra, que vieron truncados sus proyectos de vida en plena juventud, que trabajaron como mulas y lo sacrificaron todo para que sus hijos corrieran mejor suerte que ellos…”
En fin… “un grano de alegría, un mar de olvido.” Así cierra Landero su Balcón en invierno.
José Antonio Vidal Castaño
20/09/2016
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